La primera vez que se topa con la selva misionera -allá hacia principios del siglo pasado- fue de la mano de su amigo Lugones, con quien parte en una excursión a las ruinas jesuíticas en la que Horacio Quiroga oficia de fotógrafo documentalista. Dicen que el encantamiento que le produciría el encuentro fue el gran impulso que disparó toda su narrativa posterior. La idea del choque que pone en marcha un ejercicio creativo puede pensarse como una maniobra que sintetiza algunos modos de producción artística. Los Insolados (Hernán Morán, María Urtubey) recoge este modelo al montarse sobre los cuentos del autor y detenerse en el imaginario trazado por su cuentística, en donde unos cuantos personajes se resisten a la naturaleza salvaje que se les impone y buscan sin suerte escapar de un destino trágico que los embosca. En este caso, quedarse con algunos personajes y situaciones de la cuentística para desparramarlos en un relato que aumenta los datos para crecer y descubrir su unidad propia, es la táctica y estrategia de la elaboración dramática.
Lo mismo que en la vida cotidiana, el teatro también administra sus recursos, sólo que lo hace con arreglo a fines poético-económicos: ajusta los elementos sensibles y los concretos de la puesta en escena. Es así como durante la representación el espacio ficcional se resuelve a través de un dispositivo móvil, un artilugio con ruedas que el grupo (numeroso, por cierto) de actores va desplazando a medida que se suceden las escenas, fijando con el movimiento cada vez un nuevo punto de vista: verdaderos planos “vivientes”, pinturas dinámicas. Con esta política el territorio ya queda señalado: hacia adentro: los distintos cuartos de una casona vieja, con familia, sirvienta y huéspedes incluidos; hacia fuera: la provincia, la peonada, la geografía selvática y salvaje.
Las historias nos son familiares. En la selección de los relatos se adivina una preferencia por aquellos más populares. La muchacha anémica que aguanta el paso de la enfermedad que la va secando, narrada en El almohadón de plumas; la incertidumbre del tiempo que viene con la amenaza de volver idiotas a los hijos, que ocupa el relato de La gallina degollada. Es que parte de la experiencia de ver Los Insolados bien podría arrancar con el recuerdo de ciertos climas instalados por aquellas lecturas de iniciación que muchos descubrimos en la primera adolescencia. Casi como un mandato de las maestras de literatura de la escuela primaria, la cuentística de Horacio Quiroga nos dejó la pista ya instalada; pero por suerte la impresión sobre esas lecturas persiste y se hace germen de un imaginario que no se agota.
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